Siempre opino que musealizar
una actividad o profesión no es la mejor manera de preservarla o promocionarla
sino que éstas deben ser por sí solas objeto del interés de la gente y por
tanto de utilidad. Cuando convergen estos dos factores es el propio mercado
quien regula, bien para lanzar al éxito o al fracaso a una actividad económica.
Lo mismo creía en el caso del Museo de la Trufa de Metauten (Allín) al que como
otros museos pronto denominaron –por aquello de darle más rimbombancia- centro
de interpretación.
A este prejuicio sobre los
museos debemos sumarle el hecho de que no son los aromas trufados los que más
nos apasionan al paladar y que el comercio de la trufa es un tanto opaco. Para
colmo recuerdo asistir a la inauguración del Museo con un paseo de políticos en
vísperas electorales, de esos que eran tan habituales y gustaban darse antes de
la llegada de la crisis económica, a la que siguió la crisis política de la que
todavía no nos hemos recuperado.
El caso es que hace unos días, de
casualidad, acompañé a un amigo a la trufaexperiencia que oferta el museo de
Metauten. No lo recordaba, pero el mejor panel o fotografía del Museo de la
Trufa es la imponente mole de la cresta caliza de Lóquiz que queda detrás del
edificio.
Zona Especial de Conservación
(ZEC) recientemente declarada por el Gobierno de Navarra y donde existen 11 de
las 16 especies de flora y fauna más amenazadas, es Lóquiz lo que da nexo al
museo con el propio hongo, manjar cotizado en los mejores fogones. Partiendo de
esta base ya todo fue más fácil.
La trufa negra o Tuber
melanosporum es un hongo que se encuentra bajo el suelo cuyo hábitat
natural son los bosques de encinas, robles y avellanos del sur de Francia y
norte de España e Italia. Es por ello, por circunscribirse a una zona tan
concreta, por lo que no es descabellado hacer de estos valles de Tierra Estella
la referencia mundial de la trufa. Nos explicaron la historia de este manjar.
Para la Inquisición, provenía del infierno debido al color negro y aroma azufrado
y es por ello que condenó su consumo. Para los árabes las trufas son el maná
que Alá envió a Moisés. Después, en el siglo XIX, los franceses que en esto de
promocionar lo suyo son antagónicos a nosotros, consideraron a la trufa como el
diamante de la cocina e incluso la llamaron trufa del Perigord, aunque sea la
misma que se recoge en el valle de Allín.
El resultado de la experiencia
no pudo ser mejor: lección teórica, caso práctico de recogida en el campo con
perros adiestrados y comida a base de trufa fresca que para los que no tenemos
buen saque fue muy completa, y todo ello a un módico precio. No se puede pedir
más a esta ejemplar actividad de turismo gastronómico a la que no dudaremos
volver durante la temporada de recogida de verano (junio y julio) o en los
meses del próximo invierno.
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