La ley de Memoria Histórica aprobada por el
último gobierno socialista provocó controversia y contestación por parte de la
oposición. Sin embargo, cuando nos acercamos a ejemplos concretos apreciamos el
grado de reparación que supone recordar qué hicimos mal y la injusticia de una
guerra y de muertes de los que no estaban en guerra contra nadie, sino que
simplemente tenían unas ideas políticas diferentes.
En Améscoa, al
amparo de esta ley, hace unos meses se publicó un libro sobre lo ocurrido
durante la guerra civil en el valle. No es fácil abordar estos temas en
sociedades tan pequeñas, de ahí la valentía para reconocer errores que costaron
vidas. Porque acercarse a estos hechos desde una perspectiva genérica o en el
contexto global de la España de 1936 –este libro también lo hace y lo reitera
quizá en demasía- es bastante fácil. El problema surge al narrar episodios en
tiempo, lugar, con nombres y apellidos. Aquí es donde el rigor, la delicadeza y
la verdad juegan un papel fundamental. Otro aspecto a tener en cuenta –en
palabras de un fiel lector- es no confundir el grito de justicia con el de
venganza, como vemos muy a menudo en la actualidad.
La realidad
social y política de Améscoa en la Segunda República era bastante homogénea y
no parecía que pudiera desencadenarse el conflicto: pueblos pequeños, ambiente
rural tradicional, creencias religiosas asentadas, pequeños propietarios,
ganaderos... El triunfo de la derecha en todas las elecciones fue muy amplio en
Améscoa Baja. En Larraona y Aranarache el margen fue algo menor y en Eulate
venció la derecha por el porcentaje más estrecho del partido judicial de
Estella, lo que había de reflejarse en lo que estaba por llegar. En Eulate la
sociedad era más diversa. Se abrió un local de la UGT con una veintena de
socios, fue contestada la construcción del frontón y se abordaron temas de
contenido social como los aprovechamientos forestales, la traída de las aguas y
la bolsa de trabajo. Con estos ingredientes se desencadenó la tormenta.
Uno de los
primeros asesinados fue Domingo Bados, de San Martín, que fue alcalde y maestro
de Olazagutía. Tras el crimen, Domingo tuvo la “suerte” de ser enterrado en el
cementerio. Después, los muertos serían arrojados a las simas o precipicios de
Urbasa: la sima de El Raso, la de El Dos o el Balcón de Pilatos.
El libro se
adentra en la actuación de grupos irregulares, de gente armada, de chavales
poco inocentes coreando consignas o de amescoanos que decidieron la suerte de
varios convecinos, sobre todo en Eulate, pero también en Baquedano y Ecala.
Todas las víctimas tenían un denominador común: su ideología política. Hay un
caso, el de Julián Ortiz de Lazcano, en el que seguramente la envidia acabó con
la vida de este hombre al que le había ido bien en Matanzas (Cuba). Ganó mucho
dinero y regresó para vivir desahogadamente de las rentas en casas renovadas,
con radio, gramola, acordeón, viajando y vistiendo traje y zapatos. Una simple
acusación de desafecto le valió para ser detenido, encarcelado, asesinado y
arrojado su cuerpo a una sima. Urbasa convertido en un matadero y aunque los
muertos no llegaran al medio centenar, como dice el autor -Balbino García de
Albizu-, una sola muerte ya es demasiado. Si leen este libro encontrarán la
respuesta a su título: ¿Qué hicimos aquí con el 36?
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