Una vez mas la Asociación Turística Tierras de Iranzu,
cargada de dinamismo, imaginación y esfuerzo ha hecho propuestas concretas por
varios canales de información y para una fecha determinada como es la Semana
Santa, días clave en el movimiento turístico nacional. Además de lo anterior,
el éxito de Tierras de Iranzu está en centrarse en una zona geográfica
determinada, algo difícil de conjugar en el resto de la merindad y sino piensen
en que pueden tener en común una actividad de Aranarache o Larraona con otra de
Lodosa o Mendavia, por poner un ejemplo. Pero en este estado autonómico en el
cual las mugas administrativas son mucho mas fuertes e infranqueables que las
antiguas fronteras medievales, pensar en una oferta turística transversal para
el valle medio del Ebro o para la montaña navarro-alavesa con la vía verde del
ferrocarril vasco-navarro o las sierras comunes, es soñar un imposible.
Tierras de
Iranzu supo aprovechar además esa especie de estrés colectivo en el que se ha
convertido la Semana Santa, de gente desesperada por buscar actividades,
visitas, alojamientos y lugares en los que pasar los días de vacaciones, como
si nos obligaran a salir de casa y disfrutar sí o sí de unas, por supuesto,
merecidas vacaciones.
Huyendo de la
aglomeración elegimos una propuesta alternativa y minoritaria como es la visita
al pueblo de Garísoain. Encaramado en la ladera de una serreta que baja de los
montes de Guirguillano hacia Lerate, su caserío forma un privilegiado balcón al
valle de Guesálaz y al embalse de Alloz.
Lo primero que
nos cuenta la amable guía es que el rey Sancho el Sabio donó en el año 1172
todo el pueblo con sus casas, tierras, montes, iglesias y ermitas a una criada
llamada María González. Ésta a su vez, desbordada quizá por tanta riqueza para
su humilde condición, lo entregó todo a un clérigo de Puente la Reina.
Del románico de
su iglesia primitiva sólo queda la portada con sus arquivoltas y decoraciones
jaquesas y de puntas de diamante. Lo que más llama la atención al visitante es
que el interior de la iglesia de Garísoain acoge un auténtico museo donde se
conservan varias obras de la mejor saga de escultores navarros de los siglos
XVI y XVII, los Imberto de Estella. Pero ¿por qué en este recóndito pueblo
trabajaron con dedicación y prodigio artistas de tanto talento como para hacer,
además del retablo mayor, cuatro retablos de otras tantas ermitas –hoy ya
desaparecidas- y dedicadas a San Cristóbal, San Ildefonso, San Ciriaco y Santa
Catalina? Pues porque hubo un abad culto, letrado, con título de bachiller y
preocupado por su iglesia llamado Juan de Salinas, que casó a su sobrino
Gonzalo de Salinas –residente también en Garísoain- con Catalina Imberto, hija
de Pedro Imberto, primogénito y heredero del fundador de la dinastía en
Estella.
Y allí
trabajaron los Imberto durante años, en tallas de nogal finas y curiosas, con
sorpresas del saber y de la naturaleza, como el profeta Elías al lado de un
Ginkgo biloba, el árbol mas viejo del mundo, un mítico del lejano oriente chino
y japonés, el único que sobrevivió a la bomba atómica de Hiroshima.
Todo porque
cuando se disponían a decorar y pintar la antigua iglesia románica, en enero de
1569, los pinceladores olvidaron apagar el fuego con el que calentaban el tarro
de los colores, prendieron los tablones que usaban como andamios y las llamas
arrasaron completamente la iglesia. De sus cenizas surgió, para nuestro
deleite, la mejor obra de Bernabé Imberto.
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