He de admitir que, cuando visité este verano el claustro
de San Pedro de la Rúa, me sorprendió el mobiliario de terraza que habían
colocado en uno de los rincones de la galería porticada. Me costó un rato
encontrarle el encaje pero, por qué no crear en este espacio un lugar de cómodo
encuentro, diálogo, lectura o simplemente de descanso. Lo que no imaginé
entonces es que los concejales de Estella iban a llevar el asunto al pleno,
como si fuera este uno de los principales problemas de la ciudad. Tampoco crean
que los munícipes arrojaron mucha claridad en el debate ya que, como ha
ocurrido en otras ocasiones, será un correspondiente informe el que resuelva la
cuestión.
La
terraza de San Pedro me recuerda lo que escuché de boca de Mercedes Jover
–actual directora del Museo de Navarra- en una charla sobre bienes muebles. Contaba
que uno de los mayores errores que se produjeron durante décadas en la
conservación del patrimonio es que se miraba a los edificios como un único bien
en sí mismo, con sus tejados, paredes y suelos. Nadie hacía caso a los muebles
que llenaban su interior y que otorgaban uso a los edificios. Cuando, después
de todo, el uso es lo que ha mantenido vivos los monumentos históricos.
San Pedro de
la Rúa, en la que se invirtieron -que no gastaron- cinco millones de euros, es
el emblema de la ciudad, la referencia y el punto de acogida para turistas o
peregrinos. En su restauración se cuidaron mucho los muebles que con más o
menos valor artístico la moldean. En cuanto a su uso, destaca un grupo de
voluntarios –ni rastro de instituciones ni defensores del patrimonio de Navarra
que se quedan en estériles debates sobre los registros de la propiedad- que
muestra desinteresadamente el edificio a costa de sacrificar su tiempo.
Siguiendo el
consejo de una voluntaria, aquella tarde pasamos al claustro y disfrutamos de
lo que las piedras al sosiego del jardín han contemplado durante siglos, como
la historia de amor entre el desdichado Príncipe de Viana e Inés de Clever, que
se vieron por primera vez en Estella. Hoy, como en el pasado, San Pedro de la
Rúa es sobre todo un lugar de piedras vivas: creyentes, turistas, admiradores
del arte, peregrinos que buscan reposo en sus naves, ediles que renuevan una
antigua tradición en las fiestas patronales o que las viven con un sentido
religioso actual, parejas que se dan el “sí quiero” o melómanos atraídos por el
Mesías de Händel en los conciertos de Navidad. Lo último, el libro que han
editado los alumnos -más bien alumnas, para ser justos- de los cursos
culturales que se vienen impartiendo en Estella desde hace veinte años.
En San Pedro,
este flujo humano de estudiosas del arte, visitantes y voluntarios está
resultando más valioso que la tumba o panteón -por favor, no le llamemos cripta
porque no lo es- de un hijo bastardo de los reyes de Navarra.
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