Piedras vivas en San Pedro 08/11/13


He de admitir que, cuando visité este verano el claustro de San Pedro de la Rúa, me sorprendió el mobiliario de terraza que habían colocado en uno de los rincones de la galería porticada. Me costó un rato encontrarle el encaje pero, por qué no crear en este espacio un lugar de cómodo encuentro, diálogo, lectura o simplemente de descanso. Lo que no imaginé entonces es que los concejales de Estella iban a llevar el asunto al pleno, como si fuera este uno de los principales problemas de la ciudad. Tampoco crean que los munícipes arrojaron mucha claridad en el debate ya que, como ha ocurrido en otras ocasiones, será un correspondiente informe el que resuelva la cuestión.

            La terraza de San Pedro me recuerda lo que escuché de boca de Mercedes Jover –actual directora del Museo de Navarra- en una charla sobre bienes muebles. Contaba que uno de los mayores errores que se produjeron durante décadas en la conservación del patrimonio es que se miraba a los edificios como un único bien en sí mismo, con sus tejados, paredes y suelos. Nadie hacía caso a los muebles que llenaban su interior y que otorgaban uso a los edificios. Cuando, después de todo, el uso es lo que ha mantenido vivos los monumentos históricos.

San Pedro de la Rúa, en la que se invirtieron -que no gastaron- cinco millones de euros, es el emblema de la ciudad, la referencia y el punto de acogida para turistas o peregrinos. En su restauración se cuidaron mucho los muebles que con más o menos valor artístico la moldean. En cuanto a su uso, destaca un grupo de voluntarios –ni rastro de instituciones ni defensores del patrimonio de Navarra que se quedan en estériles debates sobre los registros de la propiedad- que muestra desinteresadamente el edificio a costa de sacrificar su tiempo.

Siguiendo el consejo de una voluntaria, aquella tarde pasamos al claustro y disfrutamos de lo que las piedras al sosiego del jardín han contemplado durante siglos, como la historia de amor entre el desdichado Príncipe de Viana e Inés de Clever, que se vieron por primera vez en Estella. Hoy, como en el pasado, San Pedro de la Rúa es sobre todo un lugar de piedras vivas: creyentes, turistas, admiradores del arte, peregrinos que buscan reposo en sus naves, ediles que renuevan una antigua tradición en las fiestas patronales o que las viven con un sentido religioso actual, parejas que se dan el “sí quiero” o melómanos atraídos por el Mesías de Händel en los conciertos de Navidad. Lo último, el libro que han editado los alumnos -más bien alumnas, para ser justos- de los cursos culturales que se vienen impartiendo en Estella desde hace veinte años.

En San Pedro, este flujo humano de estudiosas del arte, visitantes y voluntarios está resultando más valioso que la tumba o panteón -por favor, no le llamemos cripta porque no lo es- de un hijo bastardo de los reyes de Navarra.

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